Con su segundo álbum la artista estadounidense no se reinventa, pero precisa su estilo dentro de la música indie, con canciones emotivas y profundamente sinceras.
Fue la misma Phoebe Bridgers quien comentó a NPR que no pretendía reinventarse con su nuevo disco Punisher, que estrenó el 18 de junio de este año. A pesar de la constante exigencia de la industria, que no tolera la monotonía, a veces encontrarse como artista resulta un mejor desafío que el cambio. Y la cantante de 25 años es la prueba viviente.
La estadounidense no se reinventa porque prefiere definirse, desde una vereda firme, extremadamente franca, y de múltiples capas. Mejorar significó quedarse en una arista conocida, pero con una altísima calidad.
El segundo álbum de Bridgers rebalsa lo impecable. Afiló la precisión de sus letras como cuchillos, y con esa habilidad tan pura, logra convertir lo triste, e incluso cotidiano, en belleza.
Garden Song, el primer sencillo de Punisher(2020), encanta con la voz dulce y nostálgica de Bridgers en medio de guitarras que dan vida a una composición exuberante y robusta. A pesar que habla sobre pesadillas que tuvo frecuentemente mientras estaba de gira, resulta elegante. La profunda voz de su tour manager, Jeroen Vrijhoef, entrelazándose con la de Bridgers catapulta el single como una reliquia de este año.
Cada una de las canciones de la segunda placa de Bridgers es una obra desgarradora, muestra de la lucidez de su autora. Cada una reflota un sentimiento ansioso, pero increíblemente honesto al servicio de las palabras. Cada una es capaz de demostrar innumerables sensibilidades.
De las que más resaltan a nuestros oídos, es Savior Complex, que la cantante escribió en un sueño y que al despertar plasmó la idea en un par de extrañas notas. El resultado está lejos de ser confuso. De hecho, habla de una situación tan atingente y necesaria de discutir, especialmente entre mujeres. La secuela de Moon Song desarrolla como es ese complejo de querer “salvar” a tu pareja de odiarse a sí mismo, de sus propios demonios. Ese complejo de pensar que podríamos “arreglar” a alguien, pero que todos sabemos bien -aunque sea en el fondo- que no somos responsables del sentir más profundo de cada persona. Y no somos sus psicólogos para ayudarlos a superar sus vivencias. La emoción se percibe en la letra y en el suave clarinete que remonta a la propia experiencia.
De una versión distinta, con tinte más presuroso -por el mismo cansancio de la compositora a canciones lentas- está Kyoto, que a simple vista refleja el gusto de Bridgers por la ciudad japonesa. Es verdad, existe, pero no lo es todo. Mientras estaba en este lugar con el que siempre había soñado, la acaparó el Síndrome del impostor, pensando que al estar ahí vivía la vida de alguien más. Sus conflictos internos son tan duros como reales y esa sinceridad al exponerlos es lo que gusta tanto. Además de la voz perfecta y combinación con sonidos bien escogidos.
Phoebe Bridgers grabó su último trabajo en el mítico estudio Sound City, en Los Angeles, donde varios artistas han hecho lo mismo. Legendarios como Neil Young, Fleetwood Mac, Johnny Cash y más contemporáneos como Fall Out Boy.
Quizá de coincidencia, pero la artista logra rescatar algunas de las mejores características de sus antecesores: logra dar con uno de los mejores discos de este año, reuniendo el dolor juvenil de Young, la intensidad de Tom Petty y el talento de todos los que pasaron por la misma sala.
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